Advierto como una revelación mientras meo que abundan las
historias sobre madres que han perdido a sus vástagos. De entre los libros recordados
Piedad Bonnett con su Lo que no tiene nombre es el primero por su
delicadeza, su firmeza y su desnudez. No se puede hablar mejor de lo que no se
puede hablar (y al cuerno Wittgenstein). Es emocionante hasta el dolor. También
se ven de un tiempo a esta parte libros de hijos, varones, que hablan de su
padre muerto o de sus padres, ambos. Del primer caso el también excelente Tiempo de vida -de Marcos Giralt. Y el muy leído Ordesa de Manuel Vilas,
del segundo. Es una autoficción, por lo que parece. Estoy a un pelo de
abandonarlo: «Su forma de irse de este mundo [habla de su padre] me parece un
arte superior. Se fue con una discreción admirable./ Le daba igual la muerte,
no la consideraba. Le dio pena el coche.» p. 136. Y ahí estoy, meditando.
Lo que no se ha visto mucho, corrijo, yo no he visto mucho,
es el caso de un hijo que recuerde a su madre. (Confesión de ignorancia). No
hablo de novelas como La madre, de Gorki, de símbolos. Creo que hay
pudor, en el caso de los varones, hay como miedo de pensar en alguien tan
cercano: de narrarla. Un padre, los padres de mi generación, salvo excepciones,
no son padres todavía, es alguien que trabaja, hace política, va al bar o lee
el periódico. Y el niño es un proyecto, el niño es una inversión, tal vez un
error. El niño es mierda, el niño es lloros, es dinero para la ortodoncia, es
una fiebre a la una de la mañana y ¡coge el coche! El puto niño.
Y quien vigila la fiebre y se levanta en la noche, quien
enjuaga las lágrimas y limpia la mierda es… mamá.
Ella lo sabe todo. Te ha secado en el baño, se ha hecho
cargo de cada pelo de tu cuerpo, de comprarte el desodorante cuando empezó la
música bajo las axilas, vigila tus amistades, huele el tabaco en tu ropa. Te ha
oído entrar a las siete de la mañana, ¿será posible? tres horas más tarde, y
oliendo a alcohol. La zapatilla, la sagrada zapatilla.
Porque narrarla es contarte a ti mismo. He ahí el problema,
ese mismo tuyo que no interesa a nadie porque todos tenemos una, más o menos.
Así que contarla es deshojar lo que no pudo ser, las renuncias, y enumerarlas. Cantaba
tan bien a Lole y Manuel («al amanecer, con un beso blanco yo te desperté»).
Estudió en el nocturno. Se colaba en el cine y aprendió de memoria los
diálogos, trastornados, de Mogambo. Ponen Lo que el viento se llevó en
la tele, la veo todas las veces. «¡Era tan guapo tu padre!». Pero ya lo dice
con la ganancia de los años que siempre traen desapego, aunque sea dulce.
Así que cuando ya no esté -cuando ya no estés, mamá- se
habrá muerto la última madre, no solo la nuestra. Esa parte de mí que me ancla
al mundo. La que hoy me acaricia la cara y ve en lo que se ha convertido su
niño. Y me mira desde abajo con un punto de orgullo, como nadie lo hará jamás,
y ni siquiera yo me atrevería.